Queridos Misioneros de la Campaña del Rosario de la Virgen Peregrina
de Schoenstatt
La carta de este mes podría titularse: “Volver al fuego del primer amor: un
desafío de los misioneros”. Me inspiro para eso en la charla que di en
San Isidro, el 15 de septiembre de 2012.
La historia del Misionero de María es una
historia de amor entre él y la
MTA.
En realidad, toda nuestra historia es una
historia sagrada, porque es la expresión de una Alianza de amor entre el
misionero y María. Ella toma la iniciativa y el misionero le da su “sí”,
consciente y libre, a la oferta que Ella le hace. El misionero es un enamorado
que experimenta este amor a cada paso.
En esta maravillosa peregrinación que es
nuestra historia personal, María llama al misionero a compartir un camino. Es
el desafío pendiente de cada misionero volver a encenderse en el fuego. En el
Apocalipsis, en el capítulo 2, se encuentra una crítica del “vidente de Patmos”
a la Iglesia
de Éfeso:
“Conozco tus obras, tus trabajos y tu
constancia… Sé que tienes constancia y que has sufrido mucho por mi Nombre sin
desfallecer. Pero debo reprocharte que hayas dejado enfriar el primer amor”.
Para que amor no se entibie ni cuartee,
el misionero debe transitar las estaciones de su amor con María y viceversa.
Llamaremos a estas estaciones: atracción, decisión, vivencia, proyección y
plenitud de amor.
Primera estación: La atracción del amor
Hay en la historia de todo misionero un
momento en donde sintió que alguien lo llamaba y convocaba. La palabra vocación
viene del latín -“vocare”- que significa llamado. El misionero vive de la
mística de este llamado. El llamado llega a través de personas: otra misionera
o misionero, alguien que lo invita, un párroco, una aparente causa fortuita. De
todas estas realidades se prende María para atraer al misionero.
Podríamos preguntarnos la causa del
llamado: ¿Por qué puede Ella haberme llamado a mí? No hay respuesta a esta
pregunta. Es el misterio del amor: la única explicación es su cariño y
dilección. María pone su mirada en el corazón del misionero y le dice: “te
quiero, te necesito, eres importante para mí”.
De esta realidad surgen sentimientos que
irradian luz al corazón: gratitud y alegría. “Gracias, Madre, por tu elección”.
El corazón expresa así su alegría.
Segunda estación: La decisión por el amor
De la atracción surge la decisión.
Decidirse es optar, es hacer una elección. El misionero opta por la Mater. La razón es que
ha experimentado la preferencia de María. Esto trae, como toda decisión en la
vida, consecuencias lógicas. Yo me decido por Ella y Ella por mí. Es un pacto,
una alianza, con derechos y deberes.
Los derechos del misionero son tres: experimentar un arraigo
especial en el corazón de la
Mater. Es sentir que en Ella se encuentra el hogar espiritual,
la casa, un terruño interior. Es el regazo materno que cobija y da seguridad.
El misionero que se compromete con María, experimenta en Ella “la roca”. Es un
símbolo hermoso: roca es lo que nos permite levantar la casa sobre algo seguro
y firme. Recordamos el pasaje evangélico: se puede levantar una casa sobre
arena o sobre roca. Según esto, ella quedará en pie o se derrumbará cuando
vengan los vientos y las lluvias. La casa es un símbolo de la vida. Puedo
levantar la casa
de mi vida sobre arena -cosas
superficiales, el dinero, el poder, las relaciones- o sobre roca: la palabra,
el amor de Dios, la fidelidad a su persona.
El
segundo derecho del peregrino es dejarse moldear por María. Ella transforma, al decir del profeta, el corazón de piedra en corazón
de carne, el egoísmo en generosidad, el odio en amor, etc.
Y
un tercer derecho tiene el misionero: saber que su vida se amplifica y se hace
fecunda. ¡Qué hermoso es saber que se tiene una
misión, que se puede plasmar en otros lo que se ha recibido con tanta
generosidad!
Los deberes del misionero se centran
en la fidelidad al amor: quererla en serio, expresarle la alegría de su llamado y asumirlo con
responsabilidad. No hay otro deber más grande que comprometer la vida en el
amor: confiar en ella, visitarla en el Santuario, sentir que somos, como decía
don Joao Pozzobon, una flauta que la
Mater sopla y hace salir su mensaje, su melodía de gracia y
de vida.
Tercera estación: La vivencia en el amor
La relación del misionero con María y
viceversa genera un vínculo, una vivencia de alianza. Convivir es vivir con
Ella. Es la comunión con Ella, es compartir las tres experiencias
existenciales:
a. Se comparten las alegrías. Las experiencias de “Tabor”. Los momentos
de gozo y plenitud. Compartir con la
Mater las alegrías, es multiplicarlas. También compartimos
los éxitos, las buenas acciones que hacemos, los regalos que la Campaña nos da, las
personas que se abren al mensaje y las experiencias gratificantes del amor.
b. Pero compartimos también las cruces, los sufrimientos. No todo será
alegría, tendremos también experiencias de limitación, desengaños,
desilusiones, vivencias destronadotas. Si las compartimos con la Mater , serán más llevaderos.
Asumiremos mejor la enfermedad, el fracaso, el desencanto.
c. Podremos finalmente tener momentos para compartir las cosas sencillas
y nimias de cada día. Las experiencias del amor sin sobresaltos, ni grandes
euforia o túneles del alma. Son las “experiencias nazarenas”, aquellas de María
en su hogar de Nazaret, tan sencillas, tan cotidianas, pero todas transidas en
el amor. Sólo el amor hace grande las cosas pequeñas.
El misionero va tejiendo este vínculo con
María. Va anudando la red que sostiene su vida y sus actividades. Esto se
llama, en términos del P. Kentenich, tejer los vínculos. Ellos son lo más
hermoso y delicado en la vida del hombre. Hay que cultivar estos vínculos como
se cultiva el fuego del hogar en las horas frías del invierno.
¿Cómo hacerlo? Como se tejen los vínculos
entre dos personas que se quieren. No son cosas grandes sino sencillas pero
llenas de significación y fuerza. Veamos algunas de estas acciones que cultivan
el vínculo:
* Mirarla:
observar detenida y largamente la imagen de la Mater.
* Hablarle:
hablarle a la Mater
sobre nuestras preocupaciones o alegrías
* Escucharla:
porque ella habla y nos da siempre una respuesta. María no es muda: como buena
mujer
y madre, sabe hablar y dar consejos…
* Acariciarla,
en sentido psicológico. Hacerle pequeños regalos. Buscar su aprobación en todo
cuanto
hacemos. Es la ternura del hijo
por su madre que se expresa en lo que le podemos dar a los demás.
Ella premia el corazón del hijo que hace algo por
sus hermanos.
* Decidir
con ella: se trata de consultarle cuando se tiene que tomar una decisión
importante. Siempre
se decide mejor cuando la consultamos…
* Compartir
con la Mater el
apostolado: lo que realizamos. De esta forma no recabaremos para
nosotros solos los éxitos pero
tampoco los fracasos.
Cuarta estación: La proyección del amor
El amor es difusivo, dice Santo Tomás. El
amor, si es verdadero, se proyecta y da
fruto. Si vivimos en el amor -y lo cultivamos- daremos frutos. Es la
consecuencia de la permanencia: “Yo soy la vid verdadero, mi Padre el viñador y
ustedes los sarmientos. Si permanecen en mí, darán mucho fruto”. Si
permanecemos en María, daremos mucho fruto.
Los frutos del misionero tienen que ver
con el “Reino Mariano del Padre”. El servicio y la entrega van conquistando
corazones, gente que se asocia al amor de María. Es lindo constatar en el
cuadernillo que acompaña la
Peregrina , cómo estas experiencias son frutos del paso de
María por las casas, los hospitales, etc.
Estos
frutos debemos compartirlo con los otros misioneros.
Esto alimenta el fuego y mantiene ardiendo el primer amor. De allí la
importancia de asociarse con otros misioneros. Nadie misiona solitario. Todos
formamos una gran familia de misioneros y nos sabemos entroncados en una gran
red de solidaridad.
Quinta estación: La plenitud
Es
el premio de la entrega, es la corona del amor. Todas
las acciones son recompensadas. Si hasta un vaso de agua será valorado en el
cielo, cuánto más lo que hace el misionero. La eternidad será el premio a los
gestos de servicio que hacemos: “Al final de la vida, seremos juzgados por el
amor” (Juan de la Cruz ).
Para el P. Kentenich, la plenitud tenía
rasgos de “asemejación” o semejanza con María. Parecerse a la Virgen. Es la
realización de la jaculatoria: “María, que quien me vea, te vea a ti”. ¿Puede
esperarse algo mayor? Es la semejanza con María lo que hace al misionero una
misión viva. No llevamos solamente la peregrina, sino que nos llevamos a
nosotros mismos en la imagen. La gente no quiere recibirla sólo a ella: quiere
ver esa imagen presente en la imagen de viva de María que somos los misioneros.
Un signo de la plenitud es la alegría del
servicio. Otro fruto es la paz del corazón, la serenidad de la acción bien
hecha. Es llegar a la noche con el cansancio del camino, los pies quizás llenos
de polvo, pero el corazón radiante. Es dormir en paz, en el regazo interior de la Madre. Es reconquistar
el paraíso perdido. Hay algo, quizás mucho, de felicidad: “destellos” de
felicidad.
Esto no significa que de vez en cuando no
nos cueste la entrega. Vendrán obstáculos, cansancio, desilusión, incompetencia
para el cargo, crisis personal o desidia. En todos estos casos podemos pensar
que el amor se prueba en las dificultades. Sólo el dolor acrisola la entrega.
Podremos rezar con el P. Kentenich en el Hacia el Padre: Madre, “ha llegado la
hora de tu amor”. Hora de confiar, de tener paciencia, de ser humilde, de rezar
y sufrir por la causa de María.
Plenitud no es magia, sino luz, fortaleza
y alegría. Es el cambio del corazón que se hace en el amor más veraz, alegre, bondadoso,
más semejante al suyo y al de Cristo. Donde ella enamora, se genera un orden
santo, la armonía. Es el “carácter de aparición”: la tierra destello del cielo,
camino hacia él. En esa plenitud, el misionero escucha la voz de la Amada , María: “No alcanza
con querer un mundo mejor hay que hacer algo por él. Ahora tienen la mejor
oportunidad”. Aquí estoy, Mater, “para hacer tu voluntad”…
Queridos misioneros, los invito a
penetrar en este amor y sacar provecho de él.
¿Qué frase te ha llegado más?
¿Qué estás haciendo?
¿Qué más podrías hacer?
Les deseo un bendecido
tiempo de crecer, aún en primavera.
P. Guillermo Carmona
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